"Era la posibilidad de la contemplación retrospectiva de los logros de otros siglos, lo que hacía que la elite de Pérgamo tuviera la conciencia de pertenecer a una nueva época. Las enseñanzas de Anaximandro y de Tales de la vecina ciudad de Mileto constituyeron el bien cultural básico para una actitud de tipo materialista ante la vida. Los dos grandes antecesores de los pensadores de Pérgamo habían sido en menos medida filósofos que arquitectos, naturalistas, matemáticos, astrónomos o políticos. Ellos pertenecían a la clase de los mercaderes y navegantes, y sus investigaciones partían siempre de tareas concretas. Puentes, puertos y fortificaciones habían de ser construidas. Había que eliminar la competencia, frenar la expansión enemiga. Había que ampliar las vías de transporte por tierra y por mar, hallar materias primas, conseguir colonias, y para ello tenían que conocer las características de los elementos y explicar el mundo en un sentido que renunciara a todas las extravagancias de las regiones místicas... Al pueblo le correspondía lo llano, lo sencillo, lo desprovisto de complicaciones, la esperanza de un más allá que los recompensara por todas las miserias, la confianza en la bondad y la ayuda de lo invisible, y el temor ante los encolerizados y los sancionadores que vigilaban cada uno de sus pensamientos rebeldes. La clase alta se había liberado de este tipo de superstición, se sonreía ante la inocencia infantil de las clases bajas, y podía admitir en las excursiones de moda para ver a pastores y vendimiadoras que también de estos analfabetos procedía alguna expresión poética. Para los ilustrados no había otra existencia tras la muerte, todo debían conseguirlo aquí, en vida. El abismo entre las clases era un abismo entre distintos campos del entendimiento. El mundo era el mismo para ambas clases, el mismo cielo azul, el mismo verde de los árboles, las mismas aguas, las mismas estrellas podían ser contempladas, pero más allá del alcance de los siervos, de los ignorantes, existían conocimientos que si bien no variaban las cosas en sí, sin embargo les otorgaban valores y funciones sumplementarias que podían ser utilizadas por los iniciados. Aquél que creía que la tierra era un disco rodeado por la corriente de Océano, sobre el cual la Noche encendía las lámparas de los dioses, quien creía que Selene determinaba con su espejo lunar qué se iluminaba y oscurecía la ligereza o la gravedad de los acontecimientos por venir, y que Poseidón soplaba las olas a la costa, y que enviaba rayos desde las nubes contra los navegantes, ése no se aventuraba solo en la lejanía, ése había de confiarse a la protección de los dirigentes y armados... El siervo que sostenía el pesado trozo de mineral en una mano y la ligera hoja en la otra, veía los nervios y el brillo de granos y vetas; de la rama se había partido el delgado tejido, de la roca agrietada había tomado el fragmento, la luz se reflejaba en él de modo que también el señor pudo verlo, pero éste sabía que la materia estaba formada por las más pequeñas partículas, los átomos, que con una diversidad de cualidades y combinaciones daban forma a todas las manifestaciones. Si él, el señor, caminaba por las mismas tierras que su siervo, mirando más allá de la extensa redondez, con sus colinas, sus bandadas de garzas y las crestas de los montes que se perdían entre la niebla, sin duda tenía una conciencia de las magnitudes distinta de la del siervo. Aquel, llevado por la necesidad de entender lo que necesitaba, había dado el paso hacia el concepto cuatridimensional del espacio, tras dejar que la superficie de la tierra se curvase, había hallado su redondez y observado la posibilidad de volver al punto de partida tras seguir una línea recta, y había adecuado su pensamiento a la relación con el tiempo al darse cuenta de que se encontraba en el infinito sobre una esfera que rotaba, que junto a otras esferas giraba alrededor del sol. Tumbado y estirado en las claras noches junto al mar Egeo, y en Egipto, señalando la posición de las estrellas sobre el mapa celeste, aprendiendo las reglas según las cuales crecía o menguaba la luz lunar, justificó su calendario, calculando exactamente la duración del giro de la tierra alrededor del sol, y la pertenencia del sol, con sus planetas, al sistema de millones de estrellas que, en su conjunto, al perderse en la distancia, parecían fundirse en un gigantesco anillo lechoso, con lo que también lo infinito se encerraba en sí mismo. Al tiempo que comprendía todo aquello que necesitaba se dio cuenta también de que la explicación más sencilla era la verdadera. En el pasado había sido sencillo y verdadero admitir que los dioses habían creado el mundo con toda la vida, pero tras el avance por montañas y mares, y tras haber extendido la mirada hacia arriba ya ni siquiera le causaba vértigo el pensamiento de que la tierra, abandonada por los dioses, giraba con él por el Universo... Pero del mismo modo que aquí en la cuenca del valle, en los olivares, mantenía para sí los motivos del oscurecimiento de la luna, del eclipse solar, de la pleamar y la bajamar, de las tormentas y las lluvias, del mismo modo callaba cómo masas de la materia original se habían liberado del Universo y se habían unido unas a otras en el vacío, cómo por medio de choques habían sido creados mundos y vueltos a destruir antes de que la ardiente masa de la tierra se cubriese de costra, las tempestades de llamas se extinguiesen, emergiesen los continentes del agua hirviendo y en el fango se desarrollasen los primeros seres parecidos a los peces, de los que surgió el hombre. La dinámica del todo, así se decía cuando se preguntaba la razón de la existencia, era la ley de la necesidad, y quien hubiese reconocido esta ley, ése también la dominaba con su propia voluntad. La actuación de este ser libre sería en adelante sólo un seguimiento de la necesidad. En su afán por aumentar su propiedad había explorado la tierra hasta la helada isla de Thule al norte y hacia el sur hasta el Cabo africano, hacia el oeste más allá de las Columnas de Heracles y hacia el este hacia el ramificado río del Ganges, mientras el campesino medía sin ayuda su pequeño acre de tierra. El cautivo estaba sentado en el barco de remos, abajo en la galera, a él no se le concedía otra cosa que el monótono encorvarse, el breve y duro lanzarse hacia atrás al ritmo de los tambores del capataz, sobre cubierta el navegante poseía las extensiones de los mares con sus corrientes, monzones y vientos alisios, de los que se servía en sus cíclicos viajes, determinando su posición según las estrellas. Para el que no era libre siempre existía sólo lo que estaba directamente delante de él, y todo su esfuerzo tenía que agotarse para enfrentarse a ello. Para él que era libre existía constantemente la emoción de lo nuevo, él dibujaba las líneas de las costas y las formaciones geográficas, determinaba las rutas de navegación, la situación de los yacimientos de materias primas, la posibilidades de intercambio. Los condenados a servir se marchitaban rápidamente en la monotonía, pero aquél para el que existían la iniciativa y el cambio, rejuvenecía... Así como el conocimiento del mundo significaba su dominio, de la misma manera este dominio estaba unido al derecho al poder y la violencia. Con sus atestados almacenes, sus buques de carga llenos hasta los topes, sus casas de campo, sus palacios y sus tesoros artísticos, los empresarios demostraron lo correcto de su proceder. Ellos estaban del lado del progreso, ellos distribuían el trabajo, cogían a quienes necesitaban, despedían a quien ya no les convenía, fundaron talleres y fábricas, y después de que las autoridades egipcias rivales hubieran prohibido la exportación de papiros promovieron la producción de pergaminos y desarrollaron la técnica del teñido de lana de oveja. Tejedoras, confeccionadores de sandalias, sastres y herreros trabajaban para ellos, sus caravanas adquirían de China marfil, jade, seda, porcelana, de la India especias, sustancias aromáticas, ungüentos y perlas. Para sus astilleros se hicieron traer la madera de los bosques más altos, dejaron que otros extrajeran para ellos cobre y mineral de hierro, oro y plata, que otros pastorearan los rebaños, criaran a sus caballos, y que recogieran el grano y el trigo, cuyo exceso dio a su país el rango de granero de Asia Menor. En aquel entonces... surgió la ventaja que tienen sobre nosotros y que una y otra vez nos pone ante el hecho de que todo lo producido por nosotros es aprovechado por encima de nosotros, y de que si llega a ser alcanzable nos llega desde arriba, al igual que también se dice del trabajo que es algo que se nos da. Si queremos hacer nuestros el arte, la literatura, entonces tenemos que enfrentarnos a la dirección marcada, es decir, tenemos que eliminar todos los privilegios que van unidos a ello y situar en su lugar nuestras propias aspiraciones. Para llegar a ser nosotros mismos... no solamente tenemos que crear nuestra propia cultura, sino también volver a crear toda la ciencia, poniéndola en relación con aquello que nos afecta a nosotros. Hemos hablado de algo conocido por todos sobre la forma de nuestro planeta y su posición en el cosmos, pero para nosotros estos sencillos conocimientos implican algo extraño. Al decir que la tierra es redonda y que gira sobre sí misma, con ello no hacemos otra cosa que constatar que hay propietarios y desposeídos. Si mencionamos principios básicos de las leyes físicas, ello conlleva la división del trabajo entre los que lo realizan y los que recogen los frutos, algo tan viejo como la ciencia. El aceptar la imagen del mundo en toda su extensión fundamentada en los antiguos investigadores es también siempre la expresión del vínculo respecto a las reglas existentes de las relaciones sociales. No se podrá entender la monstruosidad que marca nuestro pensamiento hasta que no olvidemos todo aquello que se sobreentiende en relación con la idea de que nos encontramos sobre una esfera que gira sobre sí misma".
Peter Weiss. Estética de la resistencia. Hiru. Páginas 56 a 60.
El resaltado ha sido añadido.
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