Bajo una gigantesca bandera roja y azul de La Guaira, en plena celebración. Luz de los reflectores al fondo
Llegué justo a tiempo para ver el jonrón de Eliézer Alfonzo en el octavo inning, que igualaba la pizarra entre Caribes y Magallanes, en el primer juego de la doble jornada. Los fanáticos de La Guaira sentados en los alrededores de la boca de acceso a la sección A6 estaban ligándole en su mayoría a Caribes, por lo que celebraron aquella tabla como si fuera propia. Sin embargo, el señor sentado a mi lado, guairista del pueblo de La Guaira, me confesó que él prefería al Magallanes. Según su análisis, del que no ofreció mayor detalle, Tiburones le jugaba mejor a ellos que a los de Anzoátegui. Estuve a punto de replicarle amablemente, esgrimiendo algunos números, en particular los de la ronda regular, pero en cambio asentí con la cabeza, manifestándole mi acuerdo. En sus sesenta, diría que casi cercano a los setenta, de tez morena, la piel cuarteada por el sol y por los años, de barba incipiente y descuidada, los ojos alegres, como de niño, el viejo yacía en su silla con los brazos cruzados. Cuando un batazo encendía las tribunas, repletas de magallaneros, permanecía en su puesto, sonriendo, inquiriendo, esperando el desenlace. Poco antes de comenzar el juego decisivo, me contó que vivía en La Guaira, que le preocupaba lo tarde que era, que le tocaría dormir debajo de un puente, pero que no podía perderse un juego como ese. Cuando, en el mismo primer inning, comenzamos a anotar carreras, el viejo ya se había convertido en una compañía entrañable: la primera vez le choqué las manos con algo de timidez. Luego lo haría con absoluta confianza, varias veces durante el juego. En cada oportunidad, el viejo, emocionado, sorprendido, sin embargo me miraba como diciéndome satisfecho: "¡Te lo dije!". A la altura del sexto inning, cuando todos en el estadio sabíamos que el destino de ambos equipos estaba sellado, mientras saltaba y cantaba y cantaba y saltaba, me invadió ese vacío en el fondo del pecho: un grito ahogado, como una deuda pendiente. La saldé pensando que estabas allí conmigo, mi viejo, en alma sin duda, pero también en cuerpo, un poco al menos, manifestándote a través de la sonrisa cómplice del viejo a mi lado.
En tu memoria, va esta canción que tanto te gustaba. Un poco de samba, un poco de tristeza. Un poco de lo que sentí en ese instante del sexto inning. Samba pa ti.
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