Reinaldo Iturriza López
(Publicado originalmente en Aporrea, el 28 de febrero de 2007)
I.
La insurgencia popular del 27 de Febrero de 1989 no fue organizada ni dirigida ni protagonizada por el sujeto revolucionario por excelencia: el proletariado. Pero esta circunstancia, que nos abrió la posibilidad de, al menos, sospechar que algo extraordinario estaba sucediendo en la sociedad venezolana, fue desaprovechada una y otra vez por una izquierda manualesca y eurocéntrica, empecinada en darle la espalda al profundo conflicto que estallaba frente a sus ojos.
Como he intentado dejar registrado en un trabajo escrito hace ya siete años[i], opinadores de todos los signos políticos coincidieron en una interpretación que acabó por ser dominante, y según la cual la ausencia de este sujeto político, la clase obrera, constituía precisamente una ausencia en sentido estricto: un abandono, una retirada, una deserción. La revolución había amenazado con hacerse presente, pero una vez más nos abandonaba. 13 años antes del 13 de Abril de 2002, la revolución tampoco era televisada. Lo que saltaba en las pantallas era el espectáculo del saqueo. Ausencia y falta: a falta de sujeto revolucionario, a falta de conducción política, de objetivos precisos, de organización, lo que faltaba era la política. Así se fue construyendo esta idea del 27F como hecho no político, que perdura hasta hoy.
Esta suerte de renuncia interpretativa, este abandono lamentable del ejercicio reflexivo, nos impidió desde entonces formular las preguntas correctas. En primer lugar, la más evidente: si no fue la clase obrera la protagonista de aquellos hechos, ¿por qué concluir que no actuó sujeto político alguno? ¿Esta imposibilidad de percibir la impronta de una subjetividad política distinta de la clase obrera, no constituye una severa reducción de la esfera de lo político?
Éstas, y otras muchas que son posibles formular, no son preguntas retóricas. Si nos disponemos a volver sobre el 27F, es para destacar lo que tiene de actual y no simplemente para señalar los errores del pasado. Nos interrogamos sobre el 27F porque la hendidura que ha producido en nuestra historia es la que ha hecho posible, en buena medida, la revolución bolivariana. Si es cierto que no hay revolución sin revolucionarios, tanto más oportuno es interrogarnos sobre cuáles son estas subjetividades revolucionarias que actúan hoy, cómo se conforman, por qué luchan, según qué lógica proceden. Es oportuno hoy como fue necesario hacerlo (y lo sigue siendo) en el caso del 27F.
Se advertirá las implicaciones que tiene llevar estas reflexiones hasta sus últimas consecuencias. Así, por ejemplo, ¿hacia dónde deberá orientarse el Partido Socialista Unido de Venezuela (o cualquiera sea el nombre que termine adoptando)? ¿Se tratará de un partido de la clase obrera, o de cuadros revolucionarios, como han manifestado algunos de los partidos de izquierda sumados al proceso revolucionario? Puesto que la izquierda ya ha salido mal parada en su intento por interpretar lo que sucedió el 27F, es necesario estar prevenidos contra esta férrea tendencia a trivializar lo extraordinario, en nombre de la historia y una larga tradición de luchas.
II.
Es historia que un febrero, hace 159 años, se publicó por primera vez el Manifiesto Comunista, redactado por Carlos Marx y Federico Engels a petición de una organización secreta de obreros autodenominada la Liga de los Comunistas (a la que Marx y Engels se aproximaron cuando aún se hacía llamar la Liga de los Justos). Durante este febrero de 1848 también llegaba a su fin la monarquía burguesa de Luis Felipe de Orleáns y se instauraba un gobierno provisional, de tendencia democrática, fuertemente rechazado por la burguesía.
Cuatro meses más tarde estallará la revolución de Junio de 1848, suceso que será registrado de manera magistral por Engels y Marx en la Nueva Gaceta Renana. En sus artículos, Engels desarrolla un estilo que semeja los partes de guerra pormenorizados. Pero más allá de los detalles de la lucha, de las crueldades y heroísmos de los bandos enfrentados, es capaz de percibir el suceso en su singularidad.
La revolución de Junio habrá de ser entendida, escribe Engels, como “la primera batalla decisiva del proletariado”[ii]. Una y otra vez subraya el carácter novedoso de lo que está aconteciendo: “La revolución de Junio es la primera que ha escindido realmente a toda la sociedad en dos grandes campos enemigos, representados el uno por el este de París y el otro por el oeste”. El 23 de junio, desde el este de los faubourgs (arrabales) obreros, el ejército proletario inició su avance intentando cercar el centro de París, como paso previo a la ocupación del oeste burgués. Las consignas: ¡Pan o muerte! ¡Trabajo o muerte!
No se trataba de una simple revuelta. Algo más estaba sucediendo: “Nunca como hasta ahora se había librado una lucha como ésta, con toda la violencia de una verdadera revolución”, escribe Engels. Más adelante insiste: “La revolución de Junio ofrece el espectáculo de una enconada lucha, como jamás hasta ahora la habían contemplado ni París ni el mundo”. Un Marx más analítico complementa: “Ninguna de las numerosas revoluciones hechas por la burguesía francesa desde 1789 había atentado contra el orden, pues todas dejaron en pie la dominación de la clase, la esclavitud de los obreros, el orden burgués, por muy frecuentemente que cambiara la forma política de esta dominación y de esta esclavitud. Pero la batalla de Junio sí ha atentado contra este orden”.
Los obreros en armas procedieron según un plan de batalla que despertaría la admiración de Engels: “Es en verdad asombrosa la rapidez con que los obreros se asimilaron el plan de operaciones, la uniformidad con que combinaban sus movimientos y la pericia con que sabían aprovechar un terreno tan complicado como aquel en que se movían. Todo lo cual habría sido inexplicable si los obreros no se hubieran hallado ya bastante bien organizados militarmente en los Talleres Nacionales y distribuidos en compañías”. Este plan de lucha fue atribuido al general Kersausie, a quien Engels bautizaría como el “primer general de las barricadas”.
Al cabo de tres días de enconados combates, de resistencia heroica tras las barricadas emplazadas estratégicamente, las fuerzas del orden, acaudilladas por el recién nombrado dictador Cavaignac, ahogaban a sangre y fuego la revolución puesta en marcha por 40 mil obreros armados. Las fuerzas del orden sumarían 200 mil efectivos, y emplearían una saña nunca antes vista por los obreros parisinos: “solamente una vez habían disparado los cañones en las calles de París: en el Vendimiario de 1795… Pero nunca hasta entonces se había empleado la artillería contra barricadas y contra casas, y menos aún las granadas y los cohetes incendiarios”, escribe Engels.
El 29 de junio de 1848, la Nueva Gaceta Renana publicaría un artículo escrito por Marx, La revolución de Junio, que inicia con una sentencia: “Los obreros de París han sido aplastados por la superioridad de número, pero no han sucumbido. Han sido derrotados, pero son sus adversarios los vencidos. El triunfo momentáneo de la fuerza bruta se ha pagado con la destrucción de todos los engaños e ilusiones de la revolución de Febrero, con la disolución de todo el viejo partido republicano, con la escisión de la nación francesa en dos naciones, la de los poseedores y la de los trabajadores. La República tricolor tiene ya un solo color: el color de los derrotados, el color de la sangre. La República francesa es ya la República roja”.
En las calles de París, durante la revolución de Junio, lejos de sucumbir, un nuevo sujeto político cobraba vida: el proletariado. Después de junio de 1848, la política revolucionaria no sería nunca más lo que fue.
III.
Ciertamente, el junio parisiense de 1848 marcó un antes y un después en la política revolucionaria. Tal y como el 27F anunció el fin de una época en Venezuela y el inicio de algo distinto. La pregunta que habría que hacerse es: ¿en qué devino la política revolucionaria después de 1848? Porque la revolución de Junio se vio sucedida por otros acontecimientos: 1871 (Comuna de París), 1968 (Mayo francés), por solo citar dos sucesos y, evidentemente, limitándonos al caso francés.
Cualquier historiador podría, sin muchos contratiempos, hacer visible la relación de continuidad entre 1848 y 1871 (como de hecho lo hicieron Marx y Engels), pero difícilmente podría hacer algo semejante entre 1848 y 1968. Y no tan solo por este dato tan obvio de que entre un acontecimiento y otro han mediado 120 años; sino sobre todo porque la historia no se desarrolla linealmente ni se encamina inevitablemente (como es la versión de la vulgata de la ortodoxia izquierdista) a la instauración de la sociedad comunista.
“Hay toda una tradición de la historia (afirma Michel Foucault) que tiende a disolver el suceso singular en una continuidad ideal al movimiento teológico o encadenamiento natural”. A esta tradición histórica, Foucault contrapone una historia “efectiva”, esa que “hace resurgir el suceso en lo que puede tener de único, de cortante”, entendiendo por suceso “no una decisión, un tratado, un reino, o una batalla, sino una relación de fuerzas que se invierte, un poder confiscado, un vocabulario retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación que se debilita, se distiende, se envenena a sí misma, algo distinto que aparece en escena”[iii].
Esa fuerza proletaria que “aparece en escena” durante la revolución de Junio de 1848, que trastorna el curso normal de las relaciones de fuerza, que llega a ocupar más de la mitad de París y que le permite afirmar a Marx que ha vencido a la burguesía a pesar de haber sido ella misma la derrotada; en fin, eso que la hace singular, esa modificación drástica de las reglas de juego políticas que ha provocado, es al mismo tiempo lo que la convierte en protagonista de un suceso revolucionario.
Sin embargo, Mayo del 68 vendría a ser la demostración decisiva de que el esquema interpretativo planteado por Marx y Engels en 1848, el de la confrontación abierta y fundamental entre “dos grandes campos enemigos”, ya no resultaba suficiente. No porque la explotación hubiera dejado de ser el rasgo distintivo de nuestras sociedades capitalistas, sino porque la lucha contra las formas de dominación se estaban librando (y continúan librándose) en distintos frentes, por distintos sujetos. En una conversación que sostuvieran Michel Foucault y Gilles Deleuze en 1972, publicada bajo el título de Los intelectuales y el poder[iv], abordaban este asunto al calor de los sucesos del 68. Al comentario de Deleuze: “el movimiento revolucionario actual tiene múltiples focos, y no por debilidad ni por insuficiencia”, Foucault respondía:
“desde el momento en que se lucha contra la explotación, el proletariado no sólo guía la lucha, sino que define además los blancos, los métodos, los lugares y los instrumentos de lucha; aliarse con el proletariado es unirse a él en sus posiciones, su ideología, es retomar los motivos de su combate, es fundirse con él. Pero si la lucha se ejerce contra el poder, entonces todos aquellos sobre los que se ejerce el poder como abuso, todos aquellos que lo reconocen como intolerable, pueden comprometerse en la lucha allí donde se encuentren… Comprometiéndose en esta lucha que es la suya, de la que conocen perfectamente los enclaves y de la que pueden determinar el método, entran en el proceso revolucionario… como aliados del proletariado ya que, si el poder se ejerce tal y como se ejerce, es sin duda para mantener la explotación capitalista… Las mujeres, los prisioneros, los soldados, los enfermos en los hospitales, los homosexuales han abierto en este momento una lucha específica contra la forma particular de poder, de imposición, de control que se ejerce sobre ellos. Actualmente estas luchas forman parte del movimiento revolucionario, a condición de que sean luchas radicales, sin compromisos ni reformismos, sin tentativas para modelar al propio poder con el fin de conseguir como máximo un cambio de titular. Y estos movimientos están unidos al movimiento revolucionario del propio proletariado en la medida en que éste tiene que combatir todos los controles e imposiciones que reproduce en todas partes el mismo poder”.
Ocho años más tarde, el mismo Deleuze[v] (junto a Félix Guattari, en Mil mesetas) volvería a abordar este asunto de las luchas que se escapan a la “lógica binaria” de las clases. Luego de afirmar que “toda política es a la vez macropolítica y micropolítica”, elaboraban una distinción entre las clases sociales y las “masas” (descartando explícitamente cualquier afinidad con el concepto formulado por Elías Canneti): “las clase sociales remiten a ‘masas’ que no tienen el mismo movimiento, la misma distribución, ni los mismos objetivos ni las mismas maneras de luchar. Las tentativas de distinguir masa y clase tienden efectivamente hacia el siguiente límite: que la noción de masa es una noción molecular, que procede por un tipo de segmentación irreductible a la segmentación molar de clase. Sin embargo, las clases están talladas en las masas, las cristalizan. Y las masas no dejan de fluir, de escaparse de las clases”.
Desde esta perspectiva analizaban el tema sobre el Mayo Francés:
“Mayo del 68, en Francia, era molecular, y sus condiciones tanto más imperceptibles desde el punto de vista de la macropolítica. En Mayo del 68… todos los que lo juzgaban en términos de macropolítica no comprendieron nada del acontecimiento, puesto que algo inasignable huía. Los hombres políticos, los partidos, los sindicatos y muchos hombres de izquierda, cogieron una gran rabieta; repetían sin cesar que no se daban las ‘condiciones’. Daba la impresión de que se les había privado provisionalmente de toda la máquina dual que los convertía en los únicos interlocutores válidos. Extrañamente, de Gaulle e incluso Pompidou comprendieron mucho mejor que los otros… No obstante, lo contrario también es cierto: las fugas y los movimientos moleculares no serían nada si no volvieran a pasar por las grandes organizaciones molares, y no modificasen sus segmentos, sus distribuciones binarias de sexos, de clases, de partidos”.
IV.
Suficiente, por ahora, como para pasar a formular la pregunta que quedó implícitamente pendiente al comienzo del tercer aparte: ¿en qué devino la política venezolana después del 27F de 1989? En primer lugar, en una profunda crisis de los esquemas interpretativos sobre el mismo devenir político. Recuerdo en particular un artículo del eternamente celebrado José Ignacio Cabrujas: “No fue el asalto al Palacio de Invierno. Nadie cantó la Internacional, ni las imágenes nos mostraron esa horda famélica, en el trance de gritar quien sabe si ¡Pan! ¡Pan! o ¡Justicia! o ¡Muera la tiranía!”[vi]. El problema es éste: es imposible entender lo que ocurrió el 27F si nuestras referencias son las históricas consignas comunistas. El 27F nadie gritó: ¡Pan o muerte! ¡Trabajo o muerte!, como en las barricadas de junio de 1848, porque ni era junio ni era 1848. Y Caracas no es París.
Como ya lo asomaba al inicio de este artículo, el recurso retórico o argumentativo empleado por Cabrujas es semejante al utilizado, en general, por opinadores, cronistas, políticos de oficio o investigadores sociales al momento de analizar el 27F: algo está ausente. Siempre falta algo. Es una suerte de «complejo Kersausie», según el cual, como no fuimos capaces de presenciar la dirección consciente y esclarecida del gran general insurgente al mando de los feroces combatientes obreros armados, como no vimos por ningún lado las banderas rojas izadas desde las barricadas, entonces se trata de un acontecimiento menor, de un aborto histórico. Incluso un intelectual tan agudo como Luis Britto García ha afirmado sobre el 27F: “Un Sacudón es el aborto de una revolución atendido por una izquierda que no supo ser partera de la historia”[vii].
Si el 27F guarda alguna relación de familiaridad con junio de 1848, la Comuna de París, el Mayo Francés o el Cordobazo argentino, es en tanto sucesos que, habiendo trastocado drásticamente las relaciones de fuerza existentes, modificaron el curso de los acontecimientos históricos. Pero no en todos los casos se trata, como resultará obvio, de las mismas fuerzas en pugna, así como tampoco son idénticos sus objetivos o sus estrategias de lucha.
El 27F de 1989 fue un suceso en todo el sentido que le atribuye Foucault al concepto. Parafraseando al Marx que ya hemos citado, el triunfo de la fuerza bruta que descargó el Estado contra una población casi siempre inerme, se ha pagado con la crisis definitiva del modelo de democracia instaurado en 1958. Lo demás, que ciertamente es historia, habrá de explicarse partiendo de esta evidencia.
La insurgencia militar en ciernes, que se manifestaría 3 años después, el 4 de febrero de 1992, no es el resultado inevitable del 27F. Tampoco lo fue el triunfo electoral del comandante Chávez, en diciembre de 1998. Ambos hechos tienen su razón de ser en una determinada interpretación del momento político que se abre a partir de aquel suceso decisivo. Responden a un análisis de las relaciones de fuerzas imperantes: su composición, sus ánimos, sus temores, sus aspiraciones, sus fortalezas.
Mientras la interpretación dominante continuaba denigrando de las fuerzas sociales que se expresaron el 27F (las “masas enardecidas, inconscientes y primitivas” de Manuel Caballero[viii]; las bandas “compuestas de delincuentes, malandros, narcotraficantes, ultraizquierdistas marginados” de Luis Salamanca[ix]; la “masa informe, presa de un histerismo incontrolado… desbordadas hasta el atolondramiento” de Federico Álvarez[x]; los “grupos demográficos, inéditos”, que “no encajan en la clasificación socioeconómica D-E, más bien podrían ser Y-Z” y que “pertenecen al inframundo caraqueño” de Thamara Nieves[xi]) éstas se iban constituyendo en nuevas formas de subjetividad políticas que, progresivamente, se agruparían en torno al vasto movimiento social que hoy representa el chavismo.
De esta multiplicidad deriva el extraordinario potencial revolucionario del chavismo. Porque la multiplicidad de sujetos implica la multiplicación de los frentes de lucha, la diversidad de estrategias puestas en marcha para luchar por la democratización radical de la sociedad venezolana, y su capacidad de movilización para defender el proceso revolucionario cuando éste ha estado en peligro. Son estas múltiples singularidades las que han salido por millones a las calles para restituir la democracia el 13 de abril de 2002.
Mientras tanto, el amplio espectro del antichavismo continua en su empeño por no entender nada. Existe una clara relación de continuidad entre la interpretación dominante del 27F de 1989 y las posturas racistas, clasistas y moralinas del antichavismo de hoy. Basta volver dos párrafos más arriba para encontrar los mismos señalamientos, acusaciones y calificativos que pesan sobre todo aquel que se identifique con la revolución bolivariana.
Por último, hemos asistido, con particular intensidad desde diciembre de 2006, al resurgimiento de las posturas asociadas al viejo marxismo-leninismo, para el cual el incipiente debate sobre el socialismo del siglo XXI ha venido a ser la oportunidad para replantear las gastadas fórmulas del partido dirigente, la vanguardia esclarecida y la entronización de la clase obrera como verdadera y única clase revolucionaria. A estos últimos sólo habría que decirles que, por si no se han informado aún, parece ser que el general Kersausie ha decidido no asistir a esta batalla que libramos en la Venezuela del siglo XXI. «No hago falta», parece que ha dicho. Y estaría bien, porque vendría siendo tiempo de comenzar a asumir que la revolución ya está aconteciendo.
[i] Iturriza López, Reinaldo. 27 de febrero de 1989: interpretaciones y estrategias. Fundación editorial El Perro y la Rana. Ministerio de la Cultura. Caracas, Venezuela. 2006.
[ii] Todas las citas de Marx y Engels incluidas en este artículo son tomadas de la misma fuente: Marx, Carlos y Engels, Federico. Las revoluciones de 1848. FCE. México. 2006. Págs. 130-184. Esta publicación reúne una selección de los artículos publicados por Marx y Engels en la Nueva Gaceta Renana.
[iii] Foucault, Michel. Nietzsche, la genealogía, la historia, en: La microfísica del poder. La Piqueta. Madrid, España. 1992. Pág. 20.
[iv] Foucault, Michel y Deleuze, Gilles. Los intelectuales y el poder, en: Foucault, Michel. Estrategias de poder. Obras esenciales, volumen II. Paidós. Barcelona, España. 1999. Pág. 114.
[v] Delueze, Gilles y Guattari, Félix. Micropolítica y segmentaridad, en: Mil mesetas. Pre-textos. España. 1997. Págs. 218, 220-221.
[vi] Cabrujas, José Ignacio. Fin de mundo, en: El día que bajaron los cerros. Editorial Ateneo de Caracas / C.A. Editora El Nacional. Caracas, Venezuela. 1989. Pág. 11.
[vii] Britto García, Luis. Caracas, ciudad de caracazos. El Nacional, Caracas, 28 de julio de 1995. A/5.
[viii] Caballero, Manuel. Un lunes rojo y negro, en: El poder brujo. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1991. Pág. 142.
[ix] Salamanca, Luis. 27 de febrero de 1989: la política por otros medios. Politeia, n°13, 1989. Instituto de Estudios Políticos, UCV. Caracas, Venezuela.
[x] Álvarez, Federico. Y de aquellas furias sólo quedan palabras. Comunicación, n° 70, segundo trimestre, 1990. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela.
[xi] Nieves, Thamara. Del 27-F hay otra historia que contar. El Universal, Caracas, 1 de marzo de 1999.
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