"Ha llegado la hora de que todos los «afortunados», las animadoras y los jugadores de fútbol se desnuden delante de todo el colegio durante una asamblea general y supliquen perdón y misericordia con toda su alma y reconozcan que están equivocados. Son los representantes de la codicia y los valores egoístas, y no bastará con que afirmen lamentarse de su conducta, deben decirlo en serio, deben verse con una pistola apuntada a su cabeza, deben verse aterrorizados sólo de pensar en convertirse en los republicanos del futuro, blancos de derechas arrogantes, farisaicos, segregacionistas, propagadores del sentimiento de culpa y lameculos. MUERTE A LOS ROCKEFELLER".
Kurt Cobain, ex-cantante de Nirvana
Hace casi cuatro meses, el domingo 29 de marzo, caía la tarde cuando iba manejando por la Avenida Solano escuchando Al son del 23, 94.7 FM, la emisora de los cámaras de la Coordinadora Simón Bolívar, instalada allá en el 23 de Enero, donde tiempo atrás operó un módulo policial. No llegué a saber nunca el nombre del programa ni el de sus conductores. Lo que sí recuerdo como si hubiera sido hoy por la mañana es que ese día escuché por primera vez en mi vida, en una emisora de radio venezolana, alguna mención de una banda llamada Mudhoney.
Mudhoney es una banda formada en Seattle, en 1988, en el mismo tiempo y lugar en que cobraba forma eso que luego conoceríamos como grunge. Yo no llegué a escucharlos sino hasta algunos pocos años después, cuando intentaba entender de dónde había salido esa genialidad que se llamó Nirvana y su himno contra la idiotez adolescente (Smells like teen spirit, en Nevermind, 1991); o Pearl Jam y su historia de Jeremy Wade, el joven de 16 años que se suicidó frente a sus compañeros de clase (Jeremy, en Ten, 1991); o Sonic Youth y su canción contra el fascismo (Youth against fascism, en Dirty, 1992).
Como lo hacía entonces, aún me río en la cara de aquellos que nos reclamaban que ningún grupito gringo de nombre impronunciable podía decirnos nada a nosotros, imberbes venezolanos que no sabíamos nada de la lógica indescifrable del mainstream, de la irresistible fuerza seductora de la cultura de masas, de las modas que pasan y vuelven. Hacia finales de los 80, y con la fuerza del estrépito durante los primeros noventa, el mundo que apenas comenzábamos a conocer, con sus referentes políticos, ideológicos y culturales, empezaba a venirse abajo. Y no fue precisamente tristeza lo que sentimos muchos de nosotros. No nos reconocíamos en la derrota de los derrotados ni nos hacíamos eco de los golpes de pecho de la izquierda impotente.
Rabia. Lo que sentimos fue rabia. Océanos de tinta: cuánta basura tuvimos que leer aquellos años. Unos, los ensoberbecidos, con todos los medios a su disposición, proclamaban que habían triunfado en la última de las batallas; los otros, desorientados, escribiendo apresuradamente sus testamentos políticos, entonando cada cual su respectivo mea culpa. Qué espectáculo tan patético. Nos sabíamos estafados. No paraban de hablar de globalización y socialismo real, como si afuera, en nuestras calles, no hubiera piedra, plomo y candela. Como si el armisticio en los periódicos y en las televisoras quisiera anular la guerra que librábamos en las calles contra la policía. Como si la Guardia Nacional no anduviera suelta en las calles, reprimiéndonos salvajemente. Como si nuestras ciudades no hubieran amanecido nunca ocupadas por el Ejército.
Cuando en todo el mundo pretendían imponernos aquel lenguaje extraño, Venezuela estaba en plena insurrección. Y muchos nos sumamos con gusto. El que se sintiera muy cansado para seguir peleando, que se apartara. Justo en el momento en que los viejos discursos ya no nos decían nada, irrumpieron nuevos estruendos, nuevas sonoridades. Fue así como algunos de nosotros pudimos sentirnos más próximos a una banda de "desadaptados" de alguna remota ciudad en Estados Unidos, que con el coro de una clase política que iba en desbandada histórica. En la furia de aquellas sonoridades reconocimos la nuestra. En su inconformidad con los valores y la moralina de la esplendorosa y opulenta sociedad estadounidense, reconocimos nuestra inconformidad con los cipayos que aquí deseaban replicarla.
¿Cómo no reconocernos, por aquellos años, en la furia que destila una pieza como Hate the police, original de la banda de hardcore The Dicks, compuesta tan lejos como en 1980, más tarde interpretada por Mudhoney e incluida en su disco Superfuzz Bigmuff Plus Early Singles, de 1990?
Hate the police. Mudhoney.
Dicks hate the police. The Dicks.
Enterarse, años después, de que el cantante y líder de The Dicks era comunista y homosexual militante en un estado tan conservador como Texas, seguramente servirá a muchos para terminar de ubicarse en eso que llaman contexto. Pero el asunto es éste: no hace falta saber nada de lo anterior para sentirse convocado por lo que esos acordes y esa voz nos transmiten. Ellos nos dicen, nos siguen diciendo que algo marcha mal y que hay algunos que quieren ocultarlo. Ellos nos dicen que, por tanto, hay que gritarlo si es necesario. Ellos nos cuentan sobre lo intolerable e intentan darle nombre a lo innombrable. Ellos nos cuentan la historia de los que no tienen historia. Ellos nos cuentan la historia de los que luchan y de los que sufren. Ellos son una ruidosa protesta contra "los representantes de la codicia y los valores egoístas".
Por eso, el pasado 29 de marzo pensé que los cámaras de Al son del 23 estaban haciendo, a su manera, un verdadero acto de justicia. No podía ser de otra forma: que el nombre de Mudhoney se invocara en la cuna del comecandelismo y la salsa brava. Como si todos los ritmos, cadencias y voces rebeldes se hubieran fundido en uno solo. Pero eso no es todo: no se trató de un solo un acto de justicia, sino de dos. Porque ese mismo día, y por primera vez en la historia de la televisión venezolana, un canal realizaba su lanzamiento de temporada desde el Retén de La Planta, morada de todos los malditos, maldición de todos los equivocados. No podía haber sido otra la televisora: Ávila TV, aposento de nuevas sonoridades, estéticas y sensibilidades.
Por supuesto, no todos lo entendieron. Algunos quisieron verlo como una vulgar apología de la violencia criminal: qué van a saber esos imberbes de la lógica indescifrable del mainstream, de la irresistible fuerza seductora de la cultura de masas, de las modas que pasan y vuelven. Muchachos de clase media jugando a la revolución, queriéndonos convencer de que esta revolución la hacen los tukis o los malandros o los que bailan reguetón o los que cantan hip hop o los que ven las producciones de Jackson Gutiérrez. Queriéndonos meter Venevisión por televisión popular, juvenil y revolucionaria.
Digan lo que quieran. Yo sólo sé un par de cosas: primera, que todo el talento rebelde que vi trabajando en Ávila TV y estudiando en la EMPA, no lo vi jamás en ninguna parte; y última: que así como es un acto de justicia poética que una radio como Al son del 23 opere hoy donde ayer funcionó un módulo policial, también es cierto que una televisora como Ávila TV sería inconcebible en un lugar ocupado por la policía.
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No podían faltar los respectivos bonus tracks:
Smells like teen spirit. Nirvana.
Smells like teen spirit. Tori Amos.
Smells like teen spirit. The Melvins.
Jeremy. Pearl Jam.
Youth against fascism. Sonic Youth.
Teen age riot. Sonic Youth.
Grande! Siempré me encantó Mudhoney!
ResponderBorrary sonic youth, claro que también...
abrazo
d
Este comentario no tiene que ver con este articulo sino con el anterior sobre la obra de teatro de tu hija. Siempre que escribes de ella me identifico y me parece que hablaras de las mias que tambien son revolucionarias por naturaleza, para ellas todo este proceso de lucha es natural. Lo curioso es que cuando veo la foto me sorprendo al ver que es la escuela de mi hija y efectivamente ella presencio la obra de la cenicienta en revolución.
ResponderBorrarAnónimo del 22 de julio:
ResponderBorrarUna casualidad afortunada. Un beso a tu hija.